Los límites existen siempre. Todo ser humano vive en un contexto que lo rodea y lo (de)limita.
Hay límites naturales (impuestos por la naturaleza). A ellos el ser humano siempre deberá adaptarse.
Y hay límites culturales, que varían de una cultura a otra.
Puesto que una cultura puede ser pequeña (por ejemplo una familia) o mayor (una cultura nacional o regional, una civilización), hay límites propios de la cultura familiar (aquí nos tapamos la boca al bostezar y en lo de los vecinos no) o de la cultura nacional (aquí saludamos con un beso, allí con dos) o de la cultura regional (aquí hablamos castellano, allí inglés), o de la civilización a la que pertenecemos (por ejemplo las interacciones hombre-mujer). Y las subculturas siempre están inmersas en otra cultura mayor, y respetan los límites impuestos por ésta última.
Asistimos a una etapa de nuestra civilización en que los límites culturales se están modificando. Asistimos a un trato diferente en relación con la diversidad, la estabilidad de las parejas, la homosexualidad, el lugar de la mujer. Estamos todos en proceso de adaptación.
Son éstas las primeras generaciones en que nos convertimos en la única especie en que, como producto del eje positivista-capitalista-biologista-conductista que nos rige, dejamos a nuestras crías para ir a trabajar.
Muchas veces por obligación y a veces por una moda ignorante, nos convencemos entonces de que nuestros hijos deben madurar en libertad y -llamados por aquella obligación o aquella moda- dejamos de darles un rumbo: moral, hábitos, afectos, conocimientos informales y formales. Confundimos así libertad dentro de cierto contexto (que está definitivamente siempre presente) con libertad absoluta (que no existe y se llama libertinaje). Los niños desconocen de ese modo si, y cómo, hay que saludar, lavarse las manos, actuar solidariamente.
En esta época de cambios los niños reciben menos información de los padres (porque trabajan y no están, porque están pero deben atender el celular) y más información de los medios (televisor, tablet, celular).
Y puesto que la interacción con el mundo digital no exige tanto como la que tiene lugar con los humanos circundantes, los niños prefieren la digitalización, se aficionan y se adhieren: de la afición a la adicción.
Es urgente e importante que cada familia revise su parentalidad: su paternidad y su maternidad, y sepa que poner límites a los hijos no sólo no es malo, sino algo necesario, educativo y terapéutico.
Los niños son niños justamente porque aún requieren de alguien que les marque el rumbo, les entregue los códigos con que nos manejamos en esta familia, esta escuela, esta ciudad.
Poner límites es marcar fronteras dentro de las cuales es seguro y tranquilizante madurar. Las aguas se encauzan cuando hay costas. Cuando no, surge el desborde, el desmadre.
Y poner límites es lo contrario de castigar: El castigo es una violencia, y como tal sólo aspira a hacer daño para dar miedo. Todo castigo es siempre patológico y patologizante.